Nací del más tierno árbol, con mi tallo verde, fuerte y joven. Fui creciendo y cada vez mi cuerpo se hacía más grande y hermoso, mis venitas por las que corría la sabia de mi madre me alimentaban, me daban vitalidad. Nacían flores rosadas y blancas a mi al rededor que me daban compañía en la primavera y en verano disfrutaba de los más puros y cálidos rayos de sol del atardecer de verano. Todo era perfecto.
Pero por desgracia empezó a hacer frío, y las lluvias y las tormentas llegaron. ¡Qué miedo tenía a aquellos vendavales de agua helada!
¡Cuánto repugnaba aquellos vientos fuertes que de mi madre me querían arrancar!
Mi tallo se iba haciendo cada vez más débil, mi cuerpo se tornaba marrón y seco. En cualquier momento me iba a romper y nadie tendría compasión de no arrastrarme con los pies cuando al suelo me cayese.
Las heladas comenzaron a acercarse a todos. muchos de mis hermanos cayeron, otros se mantenían sujetos a nuestra madre, pero yo no podía más. No tenía fuerzas. Y en una tarde neblinosa y fría de noviembre caí, caí suavemente y el viento me meció al son del tintineo de las pocas hojas que quedaban en el árbol.
Un día de diciembre el viento soplaba con mucha fuerza, tanto que helaba la piel de mi cuerpecito viejo y desgastado. Llegué al río y como si este acunase a un niño de tan solo unos meses, me meció y llevó consigo; frío pero seguro. Era tranquilizador como las rocas chocaban contra mí y el agua me acariciaba suavemente. No tardé mucho en sumirme en él. Una vez mis hermanos me dijeron que esto se parecía a la muerte de los humanos, frío, seguro, oscuro, tranquilizador, apacible...
Y así en esa noche de diciembre de luna llena me morí , me sumí en un sueño eterno en el que todo era paz.
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